15 DE SEPTIEMBRE DE 2021
En diciembre de 2019 la gente en México celebraba en casa, todavía no llegaba la tormenta que azotaba a los países de primer mundo… no creíamos que fuera a llegar. Nuestras vidas como estudiantes seguían su curso, o al menos la mía no había cambiado; levantarme temprano, alistarme para otro día de clase, despedirme de mi roomie, tomar el bus, escuchar música con mis audífonos en el camino, llegar a la Universidad y seguir con mi día.
Los días pasaron y las noticias eran más alarmantes, poblaciones enteras en el mundo combatían contra algo que no se podía ver, un enemigo que no se podía tocar y que inhabilitaba hasta al más fuerte soldado.
El 11 de marzo del 2020 se declaró el estado de pandemia y en la Universidad nos comunicaron que podría haber un posible confinamiento, yo estaba asustado pues mi mamá, mi abuela y gente importante se encontraban en Ciudad de México y formaban parte del grupo vulnerable.
Un día estaba en Santa Martha desayunando con unos compañeros y al otro abrí los ojos, observé mi habitación y me di cuenta que no podía salir, ya no vería a mis compañeros, mi novia, amigas y amigos de otras licenciaturas, ni conocería más gente nueva en el bus escolar.
Abrí los ojos y estaba sentado frente a mi computadora instalando aplicaciones para tomar mis clases, la cruda realidad se estaba haciendo presente y no era una película de terror o de ciencia ficción, realmente estaba sucediendo en la vida real. Desarrollé otras habilidades, me fui haciendo más autodidacta pues no había nadie que me acompañara en el proceso de manera presencial. La determinación de aprender y ser un mejor ser humano y la decisión de desaprender y cambiar malos hábitos era mía, tenía la sartén por el mango.
A los pocos días mis tíos decidieron venir a vivir conmigo y compartir juntos “la cuarentena”, realmente fue la mejor decisión que pudieron tomar ya que era divertido ver películas, jugar juegos de mesa y no pasar solo esta tormenta, lo triste aparecía cuando salíamos, los centros comerciales tenían anaqueles vacíos, la gente utilizaba cubrebocas, la economía en el mundo se tambaleaba y lastimosamente solo las personas con recursos lograban estar en “calma”.
Cada salida era difícil pues había más locales cerrados y pasaban patrullas con un megáfono diciendo que no saliéramos de casa. Había gente en la calle pidiendo ayuda y las familias comenzaron a necesitar los tanques de oxígeno. Los días seguían pasando, las redes sociales se convirtieron en la plataforma de distracción por excelencia, había nuevos memes, nuevas películas y más tiempo libre. Podía estudiar a mi ritmo y aprender con mis propios métodos, tenía una mayor tranquilidad.
La tormenta la podía ver a los lejos, me sentía afortunado. Mi familia en Ciudad de México y Oaxaca estaba bien, ahora estaba más confiado y me mantenía unido a ellos dando mi afecto a la gente que amo desde la distancia.
Mis clases seguían y venía un nuevo semestre, nuevamente sería en línea, ya no tenía problema pues estaba adaptado a la nueva normalidad y tenía carpetas listas para mis tareas. Depuré y preparé mi salón de clases virtual. Llegaron las vacaciones de diciembre, cerré mi semestre con los ojos un poco irritados pero bien.
De la nada uno de mis familiares comenzó con un poco de tos, no parecía nada grave, pasaron unos días y los síntomas aumentaron: cansancio, dolor de cuerpo, fatiga, infección en la garganta… dio positivo a COVID–19. La tormenta que veía a lo lejos ahora estaba en mi casa, entró sin avisar y yo tuve que salir a vivir a otro lado, hospitalizamos a mi familiar y en ese tiempo no logramos saber mucho de él. Experimenté una de las peores sensaciones en la vida: dejar a tu familiar en un hospital con el virus que acaba de detener a toda la humanidad…
¡Lo dieron de alta! Estaba en casa pero todavía podía contagiarnos, yo cargaba su tanque de oxígeno y atendía el negocio familiar. La tormenta fue implacable, navidad y año nuevo fueron diferentes, no estaba cerca de mi familia pero mi novia me acogió en su casa durante esas fechas.
En fin, me acostumbré a tener un menor contacto con las personas, a desconocerlas porque su cubrebocas tapaba su rostro, pero también aprendí a valorar más a la gente que amo, a mis amigos, compañeros y decidí vivir el momento y disfrutar la calidez de abrazar a alguien o la alegría de contemplar los días y atardeceres, pero sobre todo valoré la educación que tengo porque hoy por hoy, puedo decir que soy privilegiado por pertenecer a La Salle.
Soy privilegiado por tener docentes que se esmeran y hacen lo posible por adaptarse y compartir conmigo lo que saben. Soy privilegiado porque en pandemia me di cuenta de que amo y me apasiona lo que estudio, porque sé que en nutrición puedo ayudar a cambiar la vida de alguien para bien y al hacer las cosas con amor, la vida y el universo te retribuyen, no con dinero o cosas materiales, sino con buenos momentos, paz, calma y plenitud.
Los invito a pensar en aquello que los rodea: amigos, familiares, mascotas, salidas, nuestra salud física y mental, no sabemos lo que nos depara el destino pero reconocer que ahora somos afortunados por estar aquí. Seamos empáticos, sensibles y demostremos nuestros valores como Lasallistas.
Pronto llegará el día en que volveremos a estrechar nuestras manos, nos abrazaremos y podremos darle fin a esta tormenta.
Indivisa Manent.
Lo unido permanece.