Lizzet Santamaría Priede
Cuando llega el mes de septiembre, llenos de orgullo patriótico, vemos el verde, blanco y rojo por todos lados, y lanzamos vivas a los héroes que nos dieron “patria y libertad”. Como parte de un programa muy estructurado y oficialista, aprendemos nombres y memorizamos fechas, ligados todos al hecho histórico que configuró la nación mexicana. Ahora que celebramos 200 años de una nación independiente, enmarcada por el triunfo del ejército trigarante el 27 de septiembre de 1821, bien vale la pena detenernos un momento para pensar en la construcción de un anhelo.
La historia implica un flujo continuo, ires y venires de ideas, personas, sucesos, que de manera rápida –y muchas veces violenta- puede cambiarlo todo, o de modo casi velado, poco a poco negocía, atenúa o combina las cosas.
Ya en el siglo XVIII de nuestra era, el movimiento enciclopédico y la ilustración cimbraban política y económicamente a Europa, mientras que en América iniciaba un movimiento emancipador liberal y mercantilista que, entre 1776 y 1824, cristalizó los afanes independientes iniciados por personas con una clara conciencia de su destino y posibilidades. Iniciando con la rebelión de las colonias inglesas en el norte y terminando con el triunfo bolivariano en el sur, una minoría ilustrada, con principios filosóficos, jurídicos y políticos de origen liberal, comandaron sentimientos de impotencia e injusticia, latentes en las masas, activando la fuerza motora de las guerras independentistas en todo el continente.
Si bien el contexto, los medios y los fines son más o menos comunes para todos, el ideario insurgente mexicano buscó transformar a la sociedad novohispana desde sus raíces a diferencia de los otros movimientos. De acuerdo con Ernesto de la Torre Villar (1992), esta característica hace único a nuestro movimiento emancipador, pues sustentado en ideas de libertad e igualdad, actores de la gesta como Hidalgo, Rayón y Morelos, como otros tantos pensadores, afirmaron de continuo que la evolución política solo sería posible si se transformaba la mentalidad del pueblo; pasar a la condición de hombres libres, conscientes y responsables de su propio destino, y eso solo lo podía hacer la cultura y la educación, ya que permite conocer los deberes y derechos ciudadanos y capacitar para la transformación económica sólida.
La construcción de una nación independiente no se concretó con la lucha armada, pues en once años no se logró el traslado de instituciones extranjeras ni la sustitución de las culturas originales, tampoco se pudo conciliar el amplio mestizaje biológico y espiritual que resultó del encuentro de dos mundos.
La construcción de una nación independiente ha seguido lentamente. Aún después de la revolución mexicana, cien años después, se buscó saldar deudas de igualdad y justicia entre las clases sociales, la tenencia de la tierra y la implantación de un régimen constitucional. Una guerra, por más revolucionaria y devastadora que sea, no logra nada si lo que la anima no evoluciona socialmente. Si continúa con proyectos totalitarios y sesgados, ignorando la diversidad y favoreciendo a muy pocos.
Nuestro papel, como herederos de este México independiente con 200 años de vida, sigue siendo el mismo que el de aquellos próceres de la emancipación. Con una clara conciencia de nuestras posibilidades, aprovechemos los libros y la información que tenemos para seguir con la construcción de una nación independiente. Valoremos nuestro acceso a la educación y elijamos ser ciudadanos libres y corresponsables.
Ahora, en pleno siglo XXI, seamos promotores del diálogo y no olvidemos la necesidad de construir una sociedad solidaria, sustentable, digna e incluyente.
De la Torre, E. (1992). La independencia de México. Fondo de Cultura Económica/MAPFRE, México.